Nombre:
José Antonio Llera Ruiz
Origen:
Badajoz (1971)
Identidad:
Poeta, Ensayista, Profesor...
Enlaces:
https://www.researchgate.net/profile/Jose_Llera
Contacto:
José Antonio Llera nació en Badajoz el 16 de julio de 1971. Su familia es natural de Talavera la Real, pueblo en que pasó su infancia y adolescencia. Se formó en la Universidad de Extremadura (Facultad de Filosofía y Letras de Cáceres), donde fue becario de investigación y leyó su tesis doctoral en 2000 sobre la revista satírica La Codorniz. Coincidió en las aulas con poetas como Diego Fernández Sosa y José María Cumbreño.
Actualmente es profesor de literatura española en la Universidad Autónoma de Madrid. Ha trabajado en las siguientes instituciones: Universidad de Extremadura, CSIC y Universidad Complutense, donde dentro del programa “Ramón y Cajal” desarrolló un proyecto sobre la poesía de Miguel Labordeta y Juan-Eduardo Cirlot (RYC-2009-04169). Especialista en literatura española contemporánea, sus trabajos aportan enfoques interdisciplinares y comparatistas. En la actualidad, forma parte de tres grupos de investigación y es asesor de editoriales y revistas académicas. Colabora habitualmente en Cuadernos Hispanoamericanos y en Revista de Occidente.
Tiene un hijo que se llama Tristán.
1. POESÍA
2. ANTOLOGÍAS (POR ORDEN CRONOLÓGICO)
3. DIARIOS LITERARIOS
4. ENSAYOS Y MONOGRAFÍAS ACADÉMICAS
5. EDICIONES ANOTADAS
6. COORDINACIÓN
7. ARTÍCULOS DE INVESTIGACIÓN
TRANSPORTE DE ANIMALES VIVOS
Tal vez chillaban en sus raigones, pero yo sólo oía los ojos entre los cuernos como nube frotada. Miraban cabizbajos en el sopor de los mataderos los infiernos de la digestión y las enzimas baratas. Trazaban una astronomía perdida en los rincones de la orina.
La chapa gris lamía los eclipses de la hierba, lamía las heridas del transportista cuya fijación se divide entre el arcén y la prostituta negra. La grasa del animal es una aguja kilométrica que engorda la úvula y las pantorrillas.
El fláccido amante que se arrodilla ante la fusta de cuero sin que lo sepan sus hijos legítimos y consume pastillas de omeprazol después de cenar churrasco poco hecho.
Se atragantan con su carne. Saben que no sobrevivirán a este viaje, pero el psiquiatra cojo también espera, la novia abandonada también espera, el anciano al que le tiemblan las manos también espera el día. Quieren aplacar los mugidos con ketamina y compresas de gasoil.
(Si la carne de bovino sigue bajando, se arruinarán las cooperativas. Cordero de Dios que quitas el pecado del mundo.)
La vida es una cinta que mide 10.000 kilómetros. Todo depende del pedal del acelerador. El conductor cumplirá con su trabajo y los mozos abrirán las compuertas. En realidad, nosotros tampoco somos más felices, hacinados por decreto con aquellos a los que odiamos.
(Los terneros viajan desde Holanda hasta España para el engorde. Después, vuelta a Holanda. Siempre por carretera.)
Proteínas que fermentan con el vino tinto, hormonas inyectables que destrozan el hígado, pensamiento que deglute los ciclos del carbono. Somos como esos animales, su culto a la asfixia, la sangre malgastada en las herrerías.
Al oeste, las grandes piscifactorías. Al norte, las plantas de recauchutado. Un boxeador golpeará con sus puños roncos las costillas de la vaca colgada de un gancho de acero. Chivos expiatorios con la trenza del miedo y las tribunas de la soledad parlante.
(De Transporte de animales vivos, 2013)
EL SÍNDROME DE DIÓGENES
Acumulamos palabras sencillas que nadie entiende para calentarnos los pies que nos talaron. ¿En qué cubitera sin fondo vierto las ropas quemadas, el alcohol de las retinas?
(Ramón Gómez de la Serna padecía el síndrome, pero fue perdonado por los jerarcas con la excusa de que era un artista).
Nos ayudamos de palas para cargar fotografías añejas, medallones, mandamientos decapitados, los víveres del difunto, los trajes medicinales de la novia. También el diccionario reúne palabras como un bien preciado. Alguien nos llevará a algún edificio de renta antigua y nos lavaremos en grandes tinajas con agua muy jabonosa.
Reparad en el suicida que lleva al contenedor las horas angulosas de la filatelia y el mendigo que hurga en la basura. Sus caminos se cruzan. Tal vez si se mirasen un segundo nadie se iría con el corazón en vela, todos comprenderían al fin la zoología del despojo, disimulada como la culpa de los confesionarios.
(Acumuló libros y le llamaron sabio. Acumuló obras de misericordia y le llamaron pío).
Llenaré los cajones con los pañuelos sucios, la lágrima que rechina, los espejos que no aguantaron la desnudez de un cuerpo y donaron su azogue a las pistolas, las voces roncas, la adarga de los humildes, verdades silicóticas, delaciones.
(Ella le dijo: «Estoy enamorada de lo falso, de la madera astillada de tu sangre. Por eso te abro la puerta y me entrego a ti sin escrúpulos, como una baratija»).
Las empresas que recogen muebles gratuitamente, el adolescente que sube un sillón de la basura al quinto y lo mancha de esperma. Sólo nos conmueve lo que no aspira a la permanencia: el verde desconchado de las rejas, el mosto derramado por las viudas.
¿Quién conoce un lugar más público que la basura?
(De El síndrome de Diógenes, 2009)