Chacón, Inma


Nombre:

Inma Chacón

 

Origen:

Zafra (1954)

 

Identidad:

Novelista, Poeta, Autora teatral, Periodista...

 

Enlaces:

Página web: inmachacon.com

Twitter @_inmachacon

 

Contacto

Inma.chacon@gmail.com



Biografía

Nació en Zafra (Badajoz), el 3 de junio de 1954, donde vivió hasta el año 1966, en que fallece su padre y la familia se traslada a Madrid. Licenciada en Periodismo y Doctora en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense de Madrid, es profesora de Documentación en la Universidad Rey Juan Carlos. Ha sido decana de la facultad de Comunicación y Humanidades en la Universidad Europea, directora del Doctorado en Comunicación, Auge Tencnológico y Renovación Socio-Cultural, y fundadora y directora de la revista digital Binaria. Fue columnista de El Periódico de Extremadura desde finales del 2005 a finales de 2007, y del programa El Punto sobre la i, de la Cadena Ser-Extremadura, en el mismo periodo. Y ha colaborado en diversos medios de comunicación nacionales.


Obra publicada

  • La princesa india, novela. Madrid: Alfaguara, 2005
  • Alas, poemario. Castellón: Ellago, 2006
  • Urdimbres, poemario. Castellón: Ellago, 2007
  • Las filipinianas. Madrid: Alfaguara, 2007
  • Nick, novela juvenil. Barcelona: La Galera, 2011
  • Antología de la herida, poemario- Madrid: Musa a la 9, 2011
  • Tiempo de arena, novela. Barcelona: Planeta, 2011
  • Arcanos, poemario. Sevilla: Libros del Aire, 2011.
  • Mientras pueda pensarte, novela. Barcelona: Planeta, 2013
  • El laberinto y la urdimbre, teatro. Madrid: Erice, 2015
  • Voces (antología personal de relatos). Badajoz: Editora Regional de Extremadura, 2015
  • Tierra sin hombres, novela. Barcelona: Planeta, 2016
  • Chacón, Inma y Fernández, José Ramón: Las Cervantas, teatro. Madrid: Antíogona, 2016

Premios

  • Finalista del Premio Planeta 2011.
  • Mujer Valdesana 2011.
  • Medalla de la Casa de Extremadura de Getafe 2016.

Textos

El aguacero descargó sobre el camposanto como si quisiera cobrarse una deuda. Los goterones rebotaban sin interrupción sobre los paraguas que rodeaban el ataúd, resignado a recibir el diluvio soportando el sonido constante de la lluvia al estrellarse contra la tapa. Mientras, los deudos permanecían con la mirada clavada en el hoyo. Ni una sola corona de flores, ni una lágrima, ni un ramo descuidado, ni un suspiro, ni un rezo, ni un gesto de desolación. Sólo el ruido del agua. Y, a lo lejos, el mar, embravecido y triunfante, levantado sobre sí mismo para que todos supieran que también él había acudido al entierro.

Ninguno de los presentes recordaba haber vivido un temporal semejante. Se había formado cinco días atrás, cuando el horizonte comenzó a llenarse de nubes que se ennegrecían a medida que se acercaban a tierra y alcanzaban la costa, alimentándose unas a otras, despacio, amenazantes, hasta formar una masa de nubarrones que encapotó el cielo de Cobas y se precipitó sobre las colinas donde se desperdigaba la aldea. Desde entonces, no había dejado de llover.

Desde el promontorio donde se encontraba el cementerio, se divisaba el monte que albergaba la mina de oro que cambió el destino de Elisa, una mina explotada a cielo abierto en tiempos de los romanos, que permaneció dormida hasta poco antes de la Gran Guerra, cuando una empresa británica decidió abrir un túnel para acceder a la antigua explotación, en busca de recursos con que financiar el conflicto que se avecinaba. Las expectativas de la compañía fueron tan grandes que comenzó a extenderse por los alrededores, como una plaga invisible, una catástrofe contra la que los lugareños trataron de protegerse: la contagiosa fiebre del oro.

La aldea empezó a llenarse de mineros que alteraron la vida cotidiana de la localidad. Se construyeron casas importantes para los ingenieros —con sus trajes de chaqueta, sus pajaritas y sus sombreros de bombín—, y barracones para los trabajadores, cuyas constantes trifulcas se resolvían con demasiada frecuencia a tiros de pistola que resonaban en los la aldea como el presentimiento de una maldición.

Los ingleses comprendieron enseguida que los beneficios no compensaban los costes y, para alegría de la aldea, no tardaron en marcharse. Pero aún no se habían apagado los últimos suspiros de alivio, cuando llegó una empresa francesa para horadar una nueva galería desde la mina hasta la orilla del mar.

Para lavar los minerales, construyeron una estructura de hormigón frente a la playa de Ponzos, que muy pronto se convertiría en la mayor atracción de la chiquillería del pueblo y en lugar prohibido para las mozas casaderas.

Elisa no recordaba si aquel laberinto de hormigón llegó a funcionar alguna vez, porque la presencia de los franceses en la zona también resultó muy breve. Sin embargo, ya fuera producto de su memoria o de su fantasía, se veía a sí misma extasiada, mirando cómo llegaba hasta el lavadero el oro entreverado en la piedra, en vagonetas que se desplazaban por medio de raíles, para terminar después en unas balsas de decantación donde se separaba el metal noble de las impurezas.

Tampoco sabía si era cierto o no, pero ella diría que desde cualquier punto y desde cualquier casa, imponiéndose de nuevo como la premonición de un maleficio, se podía oír el sonido que producían las calderas de vapor al impulsar las ruedas de dos inmensos molinos, donde se trituraban las extracciones.

Y mientras los parroquianos vivían los ecos de la mina como una amenaza constante, Elisa los escuchaba como el preludio de una emoción desconocida.

Con los franceses volvieron las peleas y las pistolas, los escándalos de faldas, los conflictos entre trabajadores y patronos, el alcohol, el juego, el espejismo de la abundancia en las manos de los mineros, y el derroche. La fiebre y el delirio. El mal del que habían intentado protegerse los aldeanos.

El tiempo había pasado sobre la mina como un tornado, el antiguo lavadero se encontraba abandonado a su suerte, cubierto de hierbas, envuelto en el mismo manto de agua que rebotaba sin misericordia sobre los paraguas del cementerio y había convertido el suelo de Cobas en un lodazal.

Elisa se miró los zapatos, empapados y hundidos en la tierra que esperaba el cuerpo sin vida del hombre con el que hubiera querido ser feliz. Junto al cúmulo de arena que le cubriría para siempre, había una pila de conchas que ella misma ordenó recoger en la playa de Ponzos para que las colocasen sobre la sepultura. Las más pequeñas irían en los bordes y las grandes sobre el lecho, a modo de un manto que le protegiese de la humedad.

El viento desplazaba las rachas de agua de un lado a otro, transformadas en remolinos que acabaron por traspasar la tela de su vestido negro. El rugido era tan fuerte que ni siquiera permitía oír el rezo del sacerdote en el último responso. Sin embargo, entre acometida y acometida, Elisa creyó escuchar el sonido de las campanas que doblaban desde la ermita de la isla de Santa Comba, el lugar donde había empezado la historia que estaba a punto de enterrar.

 

Inma Chacón: Tierra sin hombres. Barcelona: Planeta, 2016