Regidor, Yolanda


Nombre:

Yolanda Regidor 

Origen:

Cáceres (1970) 

 

Identidad:

Novelista

 

Enlaces:

Facebook:   https://www.facebook.com/Y.Regidor

Twitter:  https://twitter.com/YolandaRegidor

Instagram: https://www.instagram.com/yolanda_regidor

 

Contacto

yolandaregidor@hotmail.com



Biografía

Yolanda Regidor, nacida en Cáceres en 1970, es autora de las novelas: La piel del camaleón (Arcopress, 2012), Ego y yo (Premio Jaén de Novela, Almuzara, 2014), La espina del gato (Berenice, 2017), que recibieron una gran acogida por parte del público y la crítica. La última cabaña (Lumen, 2022) es su novela más reciente. Sus relatos han sido publicados en varias antologías y ha colaborado con artículos para revistas y publicaciones diversas.

 

Yolanda Regidor se licenció en Derecho y obtuvo un máster en Psicosociología. Es formadora ocupacional y antes de dedicarse a la literatura, trabajaba como asesora jurídica y docente en programas de inserción sociolaboral; actualmente, de forma eventual colabora en dichos proyectos, compaginándolo con la escritura.

 

Su obra ha tenido una gran acogida por el público y es lectura recomendada por la Real Academia de Extremadura de las Letras.

 

En 2016 fue invitada como novelista a la Feria del Libro y la Cultura de Medellín, Colombia, y una de las autoras elegidas para la campaña de fomento a la lectura de la Junta de Extremadura. 

Recientemente (julio, 2022) ha sido seleccionada por el Ministerio de Cultura y Deporte de España para asistir a la Feria del libro de Manizales, Colombia, en el programa de Internacionalización de la cultura española.

 

Desde 2014 pertenece al Comité organizador y es jurado de los Premios periodísticos Francisco Valdés y Santiago Castelo respectivamente; ambos tienen lugar anualmente en la ciudad de Don Benito. 


Obra publicada

  • La Piel del Camaleón, novela, Ed. Arcopress, 2012
  • Ego y yo, novela, Ed. Almuzara, 2014
  • La espina del gato, Ed. Berenice, 2017
  • La última cabaña, Ed. Lumen, 2022

Relatos y otros:

  • Con razón dice mi padre. Antología Siete7 (Trabe, 2019); Antología Basta (Diputación de Badajoz, 2018); Revista El Espejo (AEEX, 2018)
  • El desgarro. Antología Letras para crecer (Norbanova, 2019)
  • Textos y artículos en diversas publicaciones como Barcelona Review, Norbania, PAEM, Cámara de Comercio...

Premios

  • XXX Premio Jaén de Novela, 2014.

Bibliografía sobre el autor


Textos

“He conseguido atrapar una cucaracha que ha aparecido, de pronto, en mi cocina.

Dicen que pueden vivir siete días sin cabeza. Si eso es cierto, eso es tener fe. Fe ciega, sí señor.

He querido comprobarlo. La he agarrado suavemente para no dañarla y se la he cortado con la hoja de la Gillette. Ahora están ahí, su cabeza y ella, o ella y su cuerpo —según se mire—, en una pequeña caja de cerillas. Lleva un rato moviendo las patas. No sé si ella puede verse. Si es así, será difícil que pierda su fe.

 

Eh, tú, le digo, es difícil perder la fe. Te resultará difícil perder tu fe porque sabes exactamente dónde está.

Es difícil perder la fe cuando sabes exactamente dónde está. 

Será difícil perder mi fe mientras sepa exactamente dónde está.

Está en mi cabeza. Y necesito perder de vista mi cuerpo para deshacerme de la fe, de la absurda esperanza de tener un mañana distinto.

 

Tengo una pequeña gotera en la casa. Justo encima de la bañera. Es una suerte, después de todo, que así sea; me evita tener que poner un cubo para recoger el agua. Pero el sonido del goteo es recalcitrante, tac, tac, tac... Es como un reloj maldito que me recuerda que nada ni nadie puede escapar de las horas, que siguen pasando y los días se suceden, uno tras otro, inexorables, sin posibilidad de pararlos ni mucho menos darles marcha atrás.

 

A veces imagino que el agua toma el sentido contrario, desafía la gravedad y sube a lo largo de su curso por los arroyos de la ladera, o metiéndose por los veneros viaja bajo tierra hasta las altas cumbres, y allí se convierte en hielo. Me sorprende volver a ser, por un momento, aquel crío que soñaba con poder revertir el flujo temporal, volver a empezar de cero, o llegar de nuevo al punto de partida y quedarte allí, congelado, sin más, sin tener que afrontar los peligros que supone avanzar. Sin embargo, pronto llega el adulto para recordarme que es inútil, y que desde el instante en que el azar nos toca con su vara envenenada, estamos a merced del tiempo, o lo que es lo mismo, a la intemperie.

 

Salimos del útero materno para entrar en un vientre de alquiler. Somos embriones ajenos, solos, perdidos en un espacio donde advierten: Responde si se te pregunta. Calla mientras te hablo. Habla cuando te toque. Encerrados junto a amigos invisibles que llamamos fantasmas, junto a fantasmas que llamamos enemigos..., y sin pronóstico del tiempo que vendrá. ¡Yo no pertenezco!, he gritado en medio del bosque. ¡Solo pasaba por aquí!, me desgañito, de rodillas, mirando al cielo entre los árboles. Lo único que consigo es asustar al búho, que sale aleteando entre las ramas. Como respuesta, un eco impreciso que me devuelve la montaña. Y cuando pasa la reverberación de mis alaridos, sigo oyendo el rumor del reguero, vuelve poco a poco el trino de algunos pájaros, y sé que el mochuelo me observa, no muy lejos, para regresar a su refugio cuando yo me haya ido.

 

Lo hice ayer, anteayer, el otro, y no hubo respuesta. Lo he hecho hoy, y sigue sin haberla. Qué largo y qué escabroso es el nacimiento de mi esqueleto.

 

Anoche me quedé dormido leyendo a Kafka. La visión de la cucaracha decapitada y muerta —que finalmente perdió la fe mucho antes de lo esperado— me llevó a coger ese libro: La metamorfosis.

Al igual que el protagonista, yo también soy un pelele. Y como él, también un día me transformé en monstruo. Me pregunto qué tipo de pecado habría cometido Gregor, porque uno no se vuelve un repugnante insecto porque sí. Algo tuvo que hacer antes de aquello. Algo horrible. Y tampoco lo confesó; ni siquiera en los últimos días en los que, herido y lleno de tristeza, se dejó morir.

 

El autor no nos lo dice, pero ese bicho no era inocente. Nos hace compadecernos de él —incluso cogerle simpatía— a fuerza de leer de qué manera pena por su indefensión, cómo y de qué forma queda sometido a la crueldad del rechazo; nos obliga a ver a los demás como los verdaderos monstruos, cuando en realidad solo son personas asustadas. Temen lo mismo que cualquiera: la miseria, el desprecio, la soledad.

 

Todos asumen a ese enorme chinche como pueden. Pero nadie pide por él, nadie reza por que sane. No hay fe. Y esa es la prueba del delito: la culpa; una culpa inexpiable, una por algo tan espantoso para que no haya perdón; no existe enmienda para él, no hay esperanza. Tan solo un atisbo de ello en su madre, porque la fe de una madre es... debería ser... ¿Sabría la madre lo que hizo su hijo para acabar así? ¿O tal vez se lo imaginaba porque lo conocía bien, como la mía a mí?"

La última cabaña, Lumen, 2022.

 

“En el crepúsculo todo habla: todas las cosas del universo lanzan su mensaje. Y esa elocuencia es contagiosa. Y fluye de una forma tranquilizadora durante las horas de la noche. Y todo cobra trascendencia. Y nada importa. 

Pero la luz del amanecer se encarga de pasar la hoja. La claridad de  la madrugada siempre es lánguida, sin brillo; y es por esa ausencia de destellos por lo que se ven las cosas con toda precisión, pues nada nos deslumbra. Entonces el mundo deja de parecer hermoso y limpio, porque esa luminosidad hace destacar lo feo, lo sucio, lo ajado, las arrugas profundas. Ocurre como cuando vas en el metro, con nada que hacer salvo mirar sin mirar a los otros. Ves los cordones sucios de sus zapatillas, la mierda de tus uñas, la caspa en la chaqueta del de delante, los pelos de perro en ese jersey con bolas, los zancajos secos y percudidos sobre sandalias que balancean en el aire, un aire viciado ya por fétidos alientos matutinos… y rostros, vistos de soslayo pero todos sucios, con pieles muertas y cabellos grasos. Es difícil no sentirse roñoso y como empolvado, aunque acabes de ducharte. Es así; por eso la gente lee durante el trayecto. No es por entretenerse, no, quién va a querer leer en ese sitio; es para no ver toda esa fealdad. Pues eso que ocurre ahí a cualquier hora, sucede fuera en los albores del día, de cada día, de todo el mundo.

Normalmente, después, vuelven los destellos del sol para cegarnos, para actuar de Photoshop  y hacernos ver la vida con lustre. Pero hay mañanas en las que no da paso. Y esa era una de ellas”.

 

“Volver a casa.

Mi casa estaba ya muy lejos de donde había sido. Seguía viviendo con mis padres; más bien compartíamos un espacio en el universo, como si nos hubiesen puesto allí a los tres, en un mismo mísero átomo: ellos como el nucleón, y yo, electrón de mí, dando vueltas alrededor como partícula desquiciada, sin llegar a tocarlos. 

Un poco de ciencia. Los protones, con carga positiva, y los neutrones, carentes de carga, están unidos por fuerzas muy intensas, Dios sabrá por qué. Los electrones, de carga negativa, orbitan alrededor a gran velocidad. Para que el átomo se mantenga en equilibrio, y puesto que los neutrones en principio ni pinchan ni cortan, las fuerzas positivas y las negativas deben estar a la par. Y así fue durante un tiempo. Pero cuando apareció él, mi amigo, parte de mi carga se dio el piro; normal con ese panorama. Eso convirtió mi átomo-hogar en un ion cargado de electricidad; echaba chispas. La unión del protón y el neutrón se hizo inestable; emitió sus alfa, sus beta y sus rayos gamma y se convirtió en radiactivo. El neutrón, que podía haber provocado una fisión, algo de calor, no quiso o no pudo hacerlo. Nunca fuimos más que un simple y puñetero átomo potencialmente tóxico. 

Mi madre, o lo que es lo mismo, protón, vivía sumida en la culpa y yo ya ni siquiera la miraba por no ver aquel semblante compungido. Si no hubiera sido por aquella cara tal vez la hubiese perdonado; pero ese rostro me daba para atrás. Lo digo en serio. Mi padre, el neutrón, qué si no, era ya como un jubilado prematuro; habitaba la casa de una manera extraña; si no estaba, a mí me parecía verle en los rincones, y estando presente no se le percibía salvo cuando, en algún fundido a negro de alguna película, intuía su reflejo en la pantalla del televisor, y ambos sentíamos esa incomodidad de mirar un escaparate a la vez que otro, no sea que se crucen las miradas en el cristal. Sí, los dos removíamos un poco el culo hasta que se llenaba de nuevo la pantalla de figuras y colorines. Mi neutrón me resultaba embarazoso como un pobre pidiendo limosna, como los niños famélicos de África en el telediario a la hora de comer; le mirabas y veías a un hombre al que le han dejado a deber la vida, a un perro herido que te mira implorándote un tiro en la nuca. Pero, lo siento, no sería yo el que hiciese eso. Yo había nacido para hacer lo correcto”.

 

Ego y yo. (XXX Premio Jaén de Novela). Almuzara, 2014